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Rescatadme, decidme que todo irá bien, y no me digáis que sonría, dadme razones para sonreír. A veces pienso que tocar fondo es la única forma que tenemos de tomar impulso para salir a la superficie. Me gusta creer eso, no sé, quizá es una triste excusa para pensar que aún estoy a tiempo de salvarme de todo esto. De mi vida, digo. Que aún estoy a tiempo de no llegar demasiado tarde. Y de que las cosas me saldrán bien algún día y de que llegará pronto alguien que querrá sentarse a mi lado mientras perdemos trenes juntos y tampoco nos importa demasiado. Lo de siempre, vamos, que quiero cambiar un poquito toda esa necesidad de algo, por besos, o por abrazos, o por desayunos para dos en el bar de la esquina. Y ya me estoy hartando de lo demás, de que me canse, pero no lo suficiente como para decir "Hasta aquí hemos llegado". Sabéis, la esperanza a veces me parece una clase de tortura. Porque aquí sigo a pesar de tener cien mil razones para irme. Y aún, a veces, sonrío, a pesar de saber qué no voy a engañar a nadie. No sé dónde está el problema, pero quiero resolverlo, porque sé que algo va mal o, al menos, no demasiado bien. Así que algunas noches me tumbo en la cama y, en lugar de contar ovejitas, repaso de memoria todas las cicatrices que tengo hasta quedarme dormida, por si, en algún momento, se me ocurre como escapar de ese no saber cómo escapar a tiempo. No sé si me explico. Estoy, y cuidado, convirtiéndome en todo lo que siempre temí, es decir, en nada a lo que merezca la pena sonreír cada mañana. En algún vulgar precipicio, que es lo que ha quedado después de todas esas muchas veces que me han roto, y después de todas esas pocas veces que no he sabido arreglarme.

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