Levantarme en las mañanas y sentir tu respiración dulce y pausada detrás de mi cuello.
Caminar suficiente las calles como para saber qué balcón me gusta, qué árbol se queda sin hojas en invierno, el mejor lugar para oír música o dónde ir para encontrar tranquilidad.
Reconocer que no soy buena para todo, por ejemplo correr o las matemáticas, y saber que tampoco importa.
Querer hasta que mi corazón quede como un limón exprimido y si me duele al final… volver a querer.
Dejar el equipaje de las culpas en la estación de metro El Pasado, que alguien más se lo lleve, yo no lo quiero.
Perdonar, que cada cual cargue su maleta en este viaje.
Soplar suficientes dientes de león para ver como sus espigas se convierten en plumas que vuelan en el viento.
Sentir cosquillitas en los oídos como cuando me hablas despacito y me dices que me vas a comer.
Cerrar los ojos cuando estoy sentada en el banco de un parque y oír el eco del mundo que me envuelve.
Pagar el precio justo de la resaca por una noche de risas, baile y alcohol.
Escribir todo lo necesario hasta que pueda decir lo que quiero, no importa cuántos cuadernos se manchen de mi tinta.
Tomarme tiempo para ver las estrellas y recordar que mi mundo es apenas una isla en este inmenso archipiélago y que yo soy apenas un caracolito de polvo y tierra.
Cantarle al sol cuando amanezca y haga brillar las habitaciones de mi casa,
Y agradecerle también cuando se vaya, porque los pensamientos que valen más la pena, sólo los escucho a oscuras.

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